23/7/11

(vacío)

A mis pies, un cable. Nada más.
Mis ojos captan lo que se levanta frente a mí: la parte superior de la torre norte.
Sesenta metros de cable. El camino está trazado.
Es una línea recta. Que se enrolla sobre sí misma. Que oscila. Que se comba. Que vibra.
Que es hielo. Que está tensionada a tres toneladas. Lista para explotar. Para disolverse. Para disolverme. Para ahogarme. Para tragarme. Para lanzarme silenciosamente al vacío encerrado entre las dos torres.
El cable espera.
Lo desconocido, lo infinito y la gozosa Parca alargan sus brazos y esconden el rostro. Unos brazos de miles, decenas de miles de toneladas de hormigón, vidrio, acero y amenazas. Una boca de 110 plantas de profundidad y más de 400 metros de altura.
Un aullido interior me asalta, el vehemente deseo instintivo de huir.
Pero es demasiado tarde.
El cable está preparado. Mi corazón se encuentra tan fatalmente ligado a ese cable, que cada latido produce un eco; lo produce, y arroja al averno cualquier pensamiento que se le acerque.
Con decisión, mi otro pie se coloca sobre el cable



Phillipe Petit

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